No sabía si me estaba escuchando cuándo le respondí, pero creo que me preguntó si existía un animal o avecilla que se pudiese alimentar de las cenizas de sus hombros: estaba tan ocupado, no podía sacudirlas sin dejar caer su mundo.
Nunca llegué a ver los hombros de Atlas.
Cuando se me pasaba la mano con el regado de las plantas, asomaba la cabeza por el balcón para pedirle disculpas, y con el pelo mojado creo que me amenazaba con soltar la tierra de una buena vez. Apenada, me disculpaba en mi propio idioma.
Eramos vecinos. Yo vivía en el tercer piso y él en el segundo.
Una mañana intenté contarle una historia para ver si entendía, pues tenía preguntas después de todo. Asomé la cabeza por el balcón pero con aquella luz era imposible hacer nada. En el horizonte de la curvatura de su cuello mis pupilas encandiladas no podían recostarse. Esperé a que anocheciera para intentar hablarle. No podía ser tan malo como decían. Ni tan bueno tampoco. Mientras esperaba, escribí lo siguiente: "Su ambición había entrenado a la generosidad como economía de guerra, el intercambio fructífero del interés mutuo en lo propio". Por eso estaba buscando algún avecilla que le pudiese quitar las cenizas de los hombros. Era comprensible. Pero, ¿Cuál era el beneficio para ellas?. Lo último no lo escribí, pero lo pensé, y escribí mis preguntas: si acaso le molestaba estar fuera de moda, si en su idioma se podía aprender y enseñar la diferencia entre verdad y mentira, si le dolía la soledad, o si su peso era olvidado como el dolor menor que no sentimos hasta que el paliativo calla el otro más grande. Quería preguntarle si lo que es callaba era lo mismo que un secreto, o si extrañaba el roce del murmullo del habla, pero eso no lo escribí. Tampoco si estábamos a la altura de las gotas que sudaba.
Antes de que cerrara la tarde regué un poco más las plantas, para refrescarle la frente, aunque se enojara.