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Writer's picturePaula Cucurella

La historia del algo-virus




Durante muchos años, para sobrevivir en el medio masculinizado de la literatura, adopté modales rudos. Una voz argumentativa y a veces rabiosa, una voz andrógina, dentro y fuera de la página. […]Me gané de ese modo el respeto de los hombres que discutían conmigo, a veces con un poco de temor.


VIVIAN ABENSHUSHAN [ET AL.]

DISOLUTAS (A ANTE CABE CON CONTRA)

LAS PEDAGOGÍAS DE LA CRUELDAD.




—“Una metáfora compleja que explique algo es un algoritmo con narrativa”, explicó Anna. Pero no le estaba hablando a nadie.


Utilizaba una voz ronca distinta a la que saludaba a las aves por la mañana. Una voz ni pausada ni acelerada, criada en las salas de reunión pequeñas y las oficinas dónde practicó sus primeros acordes acompañada por otras voces similares en intención, pero irreduciblemente distintas en todo lo demás. La voz que atestiguaba de las audiencias abstractas y definidas de los memorándums que ya no debía enviar, deformada y fortalecida en el eco de los auditorios dónde ya no debía atestiguar y dar razón de la entropía en la organización que debía supervisar. Anna se había retirado hace cuatro años. Su condición lumbar, como la llamaba a veces—transformando al demonio en un cachorrito irritable— exigía tanta supervisión como la historia del algoritmo que su división tenía por encargo reconstruir.


Esa era la voz que resonaba cuando se leía a sí misma sus propias palabras antes de enviar un mensaje. Aún los recibía. Había trabajado ocho años como supervisora general de la historia del algoritmo. Escuelas, bibliotecas, grupos de estudio, la invitaban a menudo a hablar, a contar en simples palabras y sin fórmulas matemáticas, la sucesión de nombres y modelos adoptados y luego abandonados para explicar aquel extraño algoritmo virus.


Anna estimaba que este trabajo—que ya no era su trabajo— todavía sería necesario por media década. Las nuevas generaciones no se cuestionarían la vida de la información, de la misma manera que un pez no se cuestiona el agua en la que nada, excepto cuando lo sacan o sale a comer mosquitos a la superficie. La metáfora parecía una broma de mal gusto tras la extinción de la totalidad de la vida marina, pero aún funcionaba.


Disfrutaba del silencio de una audiencia inteligente pero aún no especializada. Hace menos de un año. La audiencia: un nuevo grupo de “historiadoras” del algoritmo, ingenieras, matemáticos, archivistas, informatólogos, traductoras, infectólogos…



—“Una metáfora compleja que explique algo es un algoritmo con narrativa”, comenzó relatando Anna en esa ocasión. Identificó inmediatamente a les científicos de entre la audiencia, que al escuchar no pudieron evitar arrugar la naríz. Anna dedicó un minuto a justificar su preferencia por el relato. Un paso metodológico solamente, pues ya no debía justificar nada a nadie. El algoritmo seguía siendo el problema, pero ya no era su problema.


De pie en el podio, sintió una punzada viajando por ambos muslos. Los oídos se le taparon como si se encontrara debajo del agua, y en sus ojos el diafragma tuvo que reenfocar a la audiencia que quedó envuelta en bruma por unos segundos. Algo le dolía. Así era cómo lo sabía desde hace un tiempo, suficiente para perfeccionar su ya pulida expresión imperturbable. Comentando sobre la misma, Fresia, una antigua colega, le había dicho al final de su presentación que el accidente le había dado “un aire místico”. Fresia era religiosa, no era secreto que disfrutaba leyendo los sutras y estudiaba sánscrito en sus horas libre– ya nada era secreto, o casi nada. Anna sonrió divertida. Le tenía cariño a Fresia. Era muy estudiosa, y tal vez por eso no prestaba mucha atención a los aspectos “privados” de la vida de la gente (detalles consumibles en alguno de los anaqueles del infinito algoritmo).


“Cualquier acción realizada de manera sistemática, en principio debería poder producir una unidad de información cuantificable, incluso si en toda apariencia no hay testigos”, Anna escuchó su propia voz y abandonó sus piernas a la familiaridad de las punzadas.


“En el 2090, hace nueve años, ya habían tantas cámaras como habitantes en las urbes. El número de dispositivos con grabadoras, sensores de calor, y otros, a veces excedía el número de habitantes. Calculamos que la probabilidad de que quedara algún registro de algo tan efímero como un estornudo en una habitación vacía superaba el 94%. Si se trataba de un catarro las probabilidades eran del 99%”. Las punzadas habían desaparecido, y su voz adquiría otro tono, andante non troppo. Anna hizo una serie de gestos con brazos, manos y rostro. El podio protegía sus extremidades menos gráciles.


“Para dar cuenta de las vidas de los seres conscientes siempre han habido testigos, archivos, historia”, Anna hizo una pausa tras esta palabra, “aún antes de que la biotecnología lograra extraer la memoría de las células”.


“Media década viviendo con el virus nos enseñó a apreciar la historia de lo que no tenía vida. Una gotera, por ejemplo, deja un registro sonoro. Su existencia también era corroborable en el gasto comparativo. Todas las fugas dejan un rastro, pero este nunca pareció importarle a nadie, a ningún archivo”.


El algoritmo-virus moría de hambre. Eso era lo que quería decir Anna, pero fue pronto editado de su discurso por parecerle poco elegante. Guardaría esta analogía junto a otras que aparecían en sus soliloquios internos. Tal vez la única forma de guardar un secreto era no decirlo nunca, y, sin olvidarlo, no volver a pensar en ello.


¿Cuántas cosas se han creado por virtud del hambre?, Anna intentaba imaginar el hambre del algoritmo. Recordó la lividez de dejaba la luz alrededor de las cavidades oculares, la intensidad con que se grababan los sonidos, de pronto más agudos, ¿o era la punta de la aguja en la superficie del metal? El espacio entre las costillas. Cómo adquiría voz y parecía decir: Yo te creé. Yo te hice, pareciendo ganar en fuerza antes de extinguirse—aunque nunca lo hiciera. Eso era el hambre, dolía como la desintegración del cuerpo metabolizando sus propios tejidos, pero el algoritmo no tenía cuerpo. Y su hambre no era codicia, se prodigaba en todo lo que tocaba y dotaba al más humilde de los bits de información de riquezas inconmensurables. ¿Qué hambre era esa?


“Antes pensábamos que la información era todo lo que se decía, hacía, reportaba. Lo que se escondía, lo que se estudiaba para especializarnos, lo que se olvidaba para mejor y peor. Lo que se compraba, lo que se alimentaba a los procesadores y las computadoras, el adn de nuestras réplicas artificiales.

Pero el algoritmo podía tomar el archivo del sonido de una gotera, cortarlo en trocitos, compararlos a otros archivos de goteras similares, destacar un tono, un patrón, escalas musicales tendenciales, ordenarlas por categorías, y luego archivarla en miles de lugares”


“Pero en el año 2022, cuando estimamos que terminó de metabolizar la información como la conocemos, el algo-virus empezó a irrigar extremidades en su “familia extendida”.


La réplica de una docena de miradas diligentes, sagaces, escuchándola, a ella, Anna—ese cuerpo que solo acusaba recibo de sí por sensaciones secundarias, y la voz que en ese escenario hablaba por ella y su experiencia—, de pronto era más reconfortante que todas las entrevistas con Pablo Keller juntas.


Anna observó el rostro exacto de las tres mujeres que formaban la primera fila, el nerviosismo contenido, la paciencia que aparece cuando nos entregamos a la espera sin cesar de hacer algo.

Hubo una pausa que no estaba en el script. Después otra, y dejando otra sarta de metáforas de lado, Anna retomó el hilo:


—“Exacto”, dijo, sin dejar de mirar a las mujeres de la primera fila.



—“El algoritmo-virus, puede despertar comportamientos automotivados en otros archivos no considerados “inteligentes”. La creación del virus, ya los había infectado de alguna manera, por eso ningún sistema le opuso resistencia”, pausó por otros segundos, también improvisados.


— “Pero todo eso ustedes ya lo saben”.


Las tres mujeres de la primera fila no contuvieron la risa.


—“Al virus nunca le faltó qué comer, pero su hambre creció con cada bocado metabolizado, copiado, comprimido, organizado en el cuerpo del virus, y luego defecado casi intacto en el mismo lugar donde se lo encontró”, Anna apresuró, y el resto de la audiencia respondió con una carcajada.


Anna insistió, “Defecado, casi intacto”, y al decir “casi” la voz que disfrutaba tanto de escucharse a sí misma le devolvió un guiño al cuerpo que la emitía.


Eso había terminado bien, recordaba Anna. No se había quedado al final de la inauguración, pues debía buscar la posición horizontal a toda costa, y buscar un cajón dónde meter la voz que se había apoderado de su cuerpo desde que subió al escenario. Ya no la soportaba. La terminó de odiar cuando volvió a salir al encuentro de una joven historiadora que la interceptó camino a la salida, para preguntarle por el “casi”, “¿qué cambiaba en la información que devoraba el algo-virus?”. Anna la observó con dulzura pero llena de respeto, e incluso antes de pensar en la respuesta , “No sé cómo explicarlo”, respondió la voz, haciéndose la inocente. Al ver la expresión de la historiadora luego de esta respuesta Anna terminó de perder la paciencia con ella, consigo, y le respondió, eficiente, “La forma de vida de la información es una entidad de colectividad mutable que no había sido diseñada por las personas que crearon el virus. Pero el virus nació para ser su levadura; una forma de alimento que no menguaba aquello de lo que se nutría, y lo hacía consciente de su colectividad, o al menos capaz de comunicarse con ella”, e inmediatamente bajó la mirada, avergonzada del comportamiento de su acompañante.


Anna logró encontrar una antigua tarjeta de visita en su mochila, y se la ofreció a la joven historiadora, a modo de disculpa, justo antes de girar sobre sus talones rumbo a su unidad habitacional, “en caso de que el casi te siga intrigando”.




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