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La edad de oro


En aquellos días de tedio la economía doméstica consistía en que a cada vergüenza infligida por la revelación de una falta nueva le seguía una crítica real o inventada que tenía por intención crear otra vergüenza del mismo tipo. No obstante, tus capacidades de reproducción estaban intactas. Recordabas incluso la última nota que salió de su garganta justo antes de que se rompiera tu cuerpo. Nunca habías podido terminar una pieza sin tener que interrumpir el concierto para reemplazar una cuerda, y luego te deslizabas a modalidad crucero, a simplemente sorber de la copa, dejar caer un comentario que podría haber sido pregunta, parecido al sonido que hacía el papel cuando cambiabas de página. El encargo era acompañarse en aquellos días de tedio y disfrutar del silencio cuando lo había. Lo viviste sin prisa, esperar significó mantener un estado de expectación, es decir, un mismo deseo, una misma voluntad sin contenido y por suficiente tiempo. Mira, le decías a menudo, siento que tengo fiebre. Y llevabas sus manos a tu rostro para mostrarle que tu cuerpo podía arder como un volcán por exceso de energía y por no querer intentar ganarle la mano a la insistencia peligrosa del caos.


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