Anna se despertó a una mañana tan luminosa como las anteriores. Tenía conocimientos
inútiles para la época que amplificaban los beneficios de la luz incandescente. Ecos de un
mundo que podía sumergirse en otros en sus ratos de oscio mediante la lectura privada.
But soft! What light through yonder window breaks?
It is the East, and Juliet is the sun!
Arise, fair sun, and kill the envious moon,
who is already sick and pale with grief
That thou her maid art far more fair than she.
No sabía quién había escrito eso. Nunca se fijó mucho en los nombres, y si alguna vez los
supo, pronto los olvidó. Le bastaba saber que no eran suyas, y ahí no podía equivocarse.
Anna había heredado una biblioteca pequeña de una tía que no recuerda haber visto más de dos veces, cuando pequeña. No era la única. Las bibliotecas misceláneas que cien años
antes seguían una vida incierta en casas de particulares, en el transcurso de cincuenta se
transformaron en uno de los pocos “bienes” heredables que no despertaban las sospechas
del algoritmo.
La literatura había sido almacenada casi en su totalidad en archivos digitales públicos,
accesibles desde las bibliotecas que ahora volvían a cumplír la milenaria función de
organizar la información y hacerla disponible con las máquinas existentes o las por inventar.
Aquí también se aprendía coding, la lengua franca, y se enseñaba a identificar la información, y a aprender sistemas que “manejaban” la información en la imposible medida
de lo manejable.
El virus tenía más de dos mil mutaciones y no se conocían todos los efectos de cada una de
ellas. La información era un caos. Lo que enseñaban, era a intervenir en el caos, navegarlo.
El balcón de su unidad habitacional estaba parcialmente sellado en tela. El color de lo que
alguna vez fue blanco y se dejó tostar y abrazar como la piel que protegía, dejaba entrever el cielo por una decena de rajaduras. Los pájaros utilizaban estos jirones de entrada.
Con lentes oscuros y un sombrero de velo, Anna salía a verificar que las aves tuviesen agua y
constataba su visita en la ausencia de migas del día anterior. No sabía de qué vivían los
pájaros, si la comida escaseaba para lxs humanxs, ¿qué hacían ellos? habría sido fácil
averiguarlo, pero prefería no saber. Temía descubrir que ya se habían extinguido, la diferencia casi imperceptible en el ave clonada, ave androide, o, peor, descubrir que hospedaba a los últimos ejemplares suburbanos de una especie.
Anna extrañó el silencio de los pájaros que no estaban esa mañana, y el sonido que incluso
quietos, dormitando, habitaban. El roce de sus alas, las torciones bruscas y las sutiles del
cuello, su respiración, la mantenían atenta aunque no escuchara “algo” necesariamente. El
silencio de ellas rompía otro.
Sabía que todos los animales hablaban, o se comunicaban de manera compleja, y que la
mayoría utilizaba sonidos imperceptibles al oído humano. Lo que llamaba “silencio” no era
más que la evidencia de otro límite, y el lugar dónde iba a su encuentro una posible escena
estética. Si Anna hubiese querido saber más de ellos, podría haber intentado conseguir uno
de esos “traductores”, algoritmos que detectaban patrones en los sonidos y movimientos de los animales, y ofrecían equivalentes en el lenguaje humano: un misterio resuelto por otra
prótesis que pretendía eliminar un límite, y junto con él el deseo por entender hecho rutina
en la vida de Anna.
Hoy se habla. La crueldad se rompe con el silencio.
Tampoco recordaba el nombre propio, autor, autora o seudónimo; si era cita de obra atribuída o colectivo. Tampoco recordaba si era tal cual. Probablemente no.
Hoy se habla. La crueldad se rompe con el silencio.
Claro que no tenía sentido. Pero Anna lo entendía perfectamente.
Se demoró en la inspección de su balcón. El suelo estaba sucio. Estiró la mano derecha para
alcanzar la silla reclinable y descendió con la espalda rígida, flectando tobillos y rodillas. Se
sentó.
La economía de sus movimientos no era gracia, pero tampoco su opuesto.
Una vez reclinada, Anna se sacó los lentes oscuros bajo el velo, cerró los párpados, y con los
ojos cerrados miro en dirección al cielo sin enfocar la vista en ningún punto, como si
estuviese bebiendo el horizonte almendrado con el agua cálida, anaranjada del día. Los
lunares de luz ondulando en el rectángulo cúbico, flotando. Era difícil saber si había brisa, si
los pájaros se encontaban afuera cortejando el aire, o buscaban comida en las azoteas, en los patios de los edificios, si habían muerto o vuelto al laboratorio que los había creado.
——
Notas.
La primera cita en cursivas es de Romeo y Julieta.
La segunda es una selección de la lectura no-lineal de la siguiente imagen
tomada de una página de Tsunami, ed, J. Jauregui. Mexico: Editorial Sexto Piso,
2019. El ensayo pertenece a Vivian Abenshuhan [et al.] “Disolutas (A ante cabe
contra) Las pedagogías de la crueldad”.
