B) Las temperaturas han creado cambios genéticos, como la hibridación.
De la tercera observación sorprendía su especificidad —y se agradecía que no intentara reformularse como eufemismo.
La historia de estos éxodos quedó sepultada tras otras urgencias, los incendios espontáneos y el susurro "¿qué dejamos arder?".
Los centros apuntados por la inmunidad al fuego.
Dos décadas más tarde todavía se podía oír el eco de esa pregunta imposible; aprenderíamos a leer las huellas del fuego como en los anillos de los árboles, en la pesadumbre de la carne —casi un gesto —, a veces más, a veces menos.
Esa historia. Nadie quería contar.
El tremor de la lengua, como el tic que poseía el párpado cuando todavía queríamos convencer de que estábamos bien, que por supuesto que estábamos bien, que esta carne, que no era nueva aceptaría algún otro roce con el mismo tremor que no reconocería.
Reclinada en la silla de la terraza, aquella mañana Anna ojeaba una de las reliquias que le pertenecía. Estaba escrita en castellano. En algún momento detuvo la lectura y cerró el libro sin reparar en la página, lo depositó en la mesa que tenía a un costado, alcanzó el vaso de agua e introdujo el dedo índice, acercando ambos a su rostro. Así había comenzado el día, y no había sido difícil proseguir con el resto.
Camino a la oficina de Keller, atravesando el espacio del domo que cercaba el edificio del DDBM, Anna pudo apreciar el vuelo del árbol con los ojos pegados al cielo, es decir, flexar las vértebras cervicales hacia atrás y aún poder disfrutar el rumor de las hojas trajinadas por el viento, que se escuchaba menos que la luz que las atravesaba. Un timbre timbrado que terminaba de dejarse sentir en la amígdala. Ahí, el temblor se impregnaba del gusto de cuando no se tiene nada en la boca, y no se ha tenido y no se tendrá. El eco de las catedrales, el sonido de cierta madera escuchado con las plantas de los pies, el roce en la carne nueva que ya había olvidado aquel otro otro rumor.
Era fácil romantizar la espera, darle vapor, una lengua ondulante, algo que se crispa sin tocarnos, ¿Reconocimiento?, ¿cuál era la palabra? Anna dejó que la buscada rodara lento una carrera corta por sus breves piernas y por el parquet alfombrado hasta topar con un zapato, sin desvíos, sin obstáculos, pidiendo a gritos que la distrajeran, que la recogieran, le dieran botes, la tocaran, patearan, que midieran las profundidades de su espíritu iletrado. . . Si alguien más la pudiese ver además de Anna —que ya estaba acostumbrada a vivir con espectros— la palidez de su rostro en compañía benevolente no derivaría en elogio u otro terminus, ¿cuál era la palabra? ¿terminal? El resultado del cálculo al ojo, cálculo errado sin saber aún cuál era su error, si tal vez había comenzado al tender la mano, hundir un dedo en el agua para imaginarse que eras el dedo, estirar el rostro hacia la música, palpar las cenizas como si nevara y escuchar, sin aún poder saber su cuerpo, a falta de materia, sola, a los pies de Keller, la espera aguardaba su historia de amor.
Un dolor sublimable también hubiese servido.
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