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M (De La lengua de los pájaros)

La alfombrilla roja que revestía los pasillos había ahogado el eco de sus zapatos en el parquet maltenido que cubrían. Un sinsentido, pensó Anna, ¿quién cubre parquet? Otra evidencia de una estética que ya no se podía comprender. Nadie la habría escuchado llegar. Nadie la escucharía marcharse tampoco, y todavía estaba a tiempo de terminar de hacer una o comenzar a hacer la otra; adelantada como siempre, parada frente a una puerta, una lápida, en una esquina, a metros de algo: a fuerza de esperas se había tramado su puntualidad.


De pie frente a la puerta, Anna intentó desmentir de la atmósfera de principios de siglo de aquel edificio. Aquella decadencia inmóvil y terca acogió dócil el silencio que acompañaba a Anna como un perfume. El picaporte, excesivamente pesado y lujoso, parecía extrañar las manos enguantadas de un chofer o un botones tan erguido como inclinado para abrirle la puerta, invitándole a entrar. La nostalgia en los objetos. Anna no había crecido haciendo del picaporte un apéndice de la propia mano. Para Anna, una puerta siempre sería primero una puerta cerrada, y luego tal vez un umbral donde el deseo y el acto difuminaban sus bordes.



En este mundo sin dios, el cliché seguía siendo un derecho.


Era clave saber pensar en otra cosa. Así fue como Anna aprendió a sobrevivir las entrevistas de Keller. La compostura hacía acopio del cinismo; de todo lo que ella aborrecía desde que el silencio se transformó en la única sinceridad que podía sostener con otro ser humano, y así mantener la conversación con la liviandad esperanzada de los preludios. Y al mismo tiempo, si se trataba de ser sincera, se moría de ganas de romper esa civilidad con una buena dosis de memoria. Su propia memoria de las peores noches de dolor. Mala palabra. Mejor hablar de la tortura de la vigilia, menos horrible de noche, cuando aún podía pensar que compartía la inmovilidad a oscuras con la mayoría del mundo.

Salir temblando de la cama en dirección al suelo para evitar una caída, o porque la fuerza gravitacional hacía que todo doliera aún más.


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