La voz de Pablo Keller no carecía de dulzura, tal vez era su ritmo pausado, la sonrisa menos benevolente que respetuosa, como si estuviese esperando una respuesta de Anna aún antes de preguntarle cualquier cosa. Visto de frente Keller parecía levemente visco, como si a fuerza de concentración hubiese torcido la vista. Una malformación profesional, seguramente. Tal vez era el color de sus ojos confundible con el iris lo que amplificaba su tamaño y la intensidad del color. Whatever, pensó Anna. No quería pensar mucho en ello, pero su efecto concreto, aurático, exigía una inmediata desmitologización. Una evaluación concreta del setting: el efecto de la mirada de Keller, que podría pasar por profundidad, podía ser el resultado parcial del contraste con la luz amarilla en esa oficina, más amarilla al rebotar en la pintura que revestía las murallas, esponjosas de papel mural; una capa encima de otra + pintura antihongos y pintura impermeable en tonos crema y deslavados.. todo esto coludiendo con el efecto de los ojos de Keller. Porosa, las comisuras de la escena eran el pulmón de cartón látex y óleo, y expiraban el mismo aire que Anna estaba respirando.
Todo esto había ajado al modo de lo blando. Anna conocía esa forma de vejez, la apreciaba en sus senos, los que a menudo despertaba acariciando.
Y la mirada fija de Keller.
La marca del depredador en la frontalidad de los ojos y el resto de su figura oscura; La prescindencia del mimetismo que dejaba en evidencia el contraste. Anna tomaba nota de todo al tiempo que contenía unos bostezos inexplicables. Tomó nota de la contracción de su propio rostro, la apnea momentánea, y no editó su expresión. Comprobó que la mirada de Keller seguía la misma, y se permitió pensar que tal vez no estaba mirando como ella pensaba. Mirando sin mirar.
Era una lástima que aquella oficina fuese tan pequeña. Le habría gustado verlo de pie y comprobar que incluso el suelo amortiguaba su peso, poroso, amoroso. La atención que Keller le brindaba, aunque fuese su trabajo, era el resultado natural de no vivir en temor de ser devorado. Pablo Keller no tenía depredador natural, y las llaves a la autoinmunidad que la nueva república le concedía estaban en sus manos. A diferencia de Anna, él sí podía declararse lúcidamente suicida, o, cómo la división de salud lo prefería, “en libertad de poder escoger el momento y las circunstancias de su propia muerte”, su propia eutanasia. Había que estar lúcida para estar en libertad de poder escoger no seguir viviendo, de otra manera, alguien “facilitaría” el proceso de decisión, sin tomar la decisión por la persona solicitante: ese era el trabajo de Pablo Keller.
El protocolo tenía tantos pasos como anillos el infierno de Dante. Detallarlos era tan agotador como sobrevivirlos y cuando a Anna le preguntaban por el proceso con un gesto de contrición que podía ser empatía o confesión o constipación, Anna buscaba su mochila, sacaba una tarjeta de la División de Salud, Departamento del Buen Morir o DSDBM. Debes ver si eres elegible, agregaba cómplice y sonriente: así despachaba a las personas hambrientas de piedad, negándoles ese bálsamo al ego, el saborcito de la lástima.
Era triste percibir esas cosas, pero Anna no podía no hacerlo. El virus también la había cambiado. Era abstracto, llegado a este punto, explicar cómo se podía sentir en el cuerpo la asimetría jerarquizando las relaciones en el diálogo: dando, quitando, subiendo, bajando. Pero Anna lo sentía. El virus no podía desmembrar la jerarquía que brotaba del diálogo, esa que era puro aire pero podía empujar una basurita hasta el poro. Esas moscas había que espantarlas con la mano. La destreza de Anna estaba en usar un mínimo de energía posible al hacerlo.
La depresión era una enfermedad mental curable, según la DS. La preferencia por lugares silenciosos, apreciar el frío de los cementerios, tendencias monocromáticas en colores oscuros, y pasatiempos como los requiems no eran cuantificables como marcadores de depresión. El algoritmo los había suprimido, evidentemente. No se podía regular el comportamiento de las personas de esta manera, no era lógico, explicaban las intérpretes del virus. Pero un antecedente de antidepresivos no podía ser suprimido de la memoria de una persona, aún si su función era reguladora del ánimo y no existiesen registros del tratamiento en las oficinas de la DS. Hacer uso de un medicamento, aún cuando sus usos fuesen múltiples, tenía el efecto comprensible de patologizar. El resultado: Anna era oficialmente depresiva o lo había sido, y su petición de eutanasia podía ser patológica, y no “expresión de su libre albedrío”.
Anna comprendía que la extensión de la entrevista dependería en gran medida de lo que Pablo Keller, médico y burócrata, estimara era el nivel de educación e información de la entrevistada.
La función del “facilitador” no era advocar a favor de la solicitante. Tampoco era persuadirla de que no prosiguiese con su solicitud. El “facilitador” debía asistir a les “solicitantes” para cerciorarse que su decisión estaba fundada, era racional, y “expresaba su libre albedrío”.
Anna fue al encuentro de los ojos que la buscaban, impermeable a la curiosidad mórbida de la mayoría de los funcionarios de su tipo. Se reprochó su mala fe, recordando que diez años atrás tal vez ella también habría ido a recoger la mirada de una mujer fija en algún detalle de un estudio diseñado para asistir a lo perecedero. Recogerla, sacudirla, devolver un pez a la corriente que podía montar.
Estaba cansada. Agotada, para ser honesta. El drama era agotador. La burocracia de la muerte piadosa era agotadora.