de Fanny Howe (1940- )
Traducido por Paula Cucurella
Nuca de coyote a la salida de la avenida Mullholand. El aroma de la salvia y el romero. Es primavera. Por la noche los ruiseñores suenan la alarma de gatos paseándose por los barrios. Las palmas de los árboles aplauden como castañuelas en las manos de una bailadora de flamenco. Al letrero de Hollywood lo atraviesa un jirón de neblina ahí donde los cañones se montan unos a otros, se mojan, resbalan, se secan, se hinchan y cambian de posición. Tan ansiosos de entrar en colisión con el placer que lejos arrojan la cobija de la tierra. Ella pasa días deambulando por caminos polvorientos, a veces perdiéndose bajo las ramas de laurel y acacias. Las hojas amargas la dejan sin aliento. Rosadas, finas madreselvas o celindas abrigan sus ramas, como encaje decorando la parte trasera de una tienda mística. Otros hombres y mujeres pervertidas viven en el la base de estos cañones, pero más cerca de la ciudad. A menudo ella siente la boca seca, el pecho apretado. Pero está rebosante de un exceso de idolatría. Parecía un ratón aplanado— podía contener la totalidad de Los Angeles en el círculo que formaba con su pulgar y su índice. Pusieron neumáticos para detener el aluvión de barro que llegaba hasta sus pies. Pero ella podía ver hasta Long Beach con el túnel que armaba con su puño, su búsqueda por el lugar perfecto sólo era un síntoma de la misma infección que andaba dando vueltas, leve, pero un síntoma, a fin de cuentas.